El cielo está azul y sin nubes. Cuando te paras en el sol, te requemas, y cuando te paras en la sombra, te da frío. La temperatura por la mañana es la exacta para hacernos agradecer el contraste cuando pasas de la calle al abrazo cálido de la oficina o el hogar, y no me digan que no se siente rico. Obligan el atolito o el café en las mañanas que, ahora sí, ya tienen su color correcto a la hora correcta, al haber terminado el nefasto e idiota dizque “horario de verano”.
Los fines de semana, los tianguis huelen a mandarinas, chilacayotes y guayabas. Los puestos de dulces tradicionales desparraman abejas atraídas por la calabaza en tacha, y los niños hacen caras chistosas al embutirse las calaveras de azúcar de una sola vez en la boca. Todavía se encuentran algunos puestos que venden papalotes, hoy de plástico, antaño de papel de china. Ahora hay platitos de barro con comida “de mentiritas” para la ofrenda, y se mezclan las calaquitas de barro con “jack o’lanterns” plasticosos.
El cielo está azul y sin nubes, invitando a la nostalgia, cuando jugaba con mis primos en la casa de mi abuelo, allá en “Contreras” (la Del. Magdalena Contreras, pues), a ver quién volaba más alto su papalote, o a quién le duraba más la linterna de chilacayote con su vela adentro y su tan característico aroma. Cuando nos trepábamos como changos a la resbaladilla de 1 piso de altura del jardín a ver pasar, en el horizonte limpiado por los vientos, “el tren largo”, que tardaba 20 minutos en atravesar el tramo de vía que se divisaba desde casa de mi abuelo.
También es el otoño la temporada de los amaneceres rosados y violetas, y los crepúsculos violentamente naranjas y misteriosamente púrpuras, y también de la luna de Octubre, que siempre es la más hermosa.
Cuando yo era niña, el otoño era la época del regreso a clases, del Día de Muertos, del Día de la Raza y del Aniversario de la Revolución. Ahora, no parece sino un triste anticipo de la temporada navideña, donde tenemos el (dudoso) privilegio de ver, con casi 3 meses de anticipación, los decorados navideños que, aunque son muy bonitos, como que diluyen el hechizo y el placer del otoño, tiempo de brujas, de muertos y de magia.
Los fines de semana, los tianguis huelen a mandarinas, chilacayotes y guayabas. Los puestos de dulces tradicionales desparraman abejas atraídas por la calabaza en tacha, y los niños hacen caras chistosas al embutirse las calaveras de azúcar de una sola vez en la boca. Todavía se encuentran algunos puestos que venden papalotes, hoy de plástico, antaño de papel de china. Ahora hay platitos de barro con comida “de mentiritas” para la ofrenda, y se mezclan las calaquitas de barro con “jack o’lanterns” plasticosos.
El cielo está azul y sin nubes, invitando a la nostalgia, cuando jugaba con mis primos en la casa de mi abuelo, allá en “Contreras” (la Del. Magdalena Contreras, pues), a ver quién volaba más alto su papalote, o a quién le duraba más la linterna de chilacayote con su vela adentro y su tan característico aroma. Cuando nos trepábamos como changos a la resbaladilla de 1 piso de altura del jardín a ver pasar, en el horizonte limpiado por los vientos, “el tren largo”, que tardaba 20 minutos en atravesar el tramo de vía que se divisaba desde casa de mi abuelo.
También es el otoño la temporada de los amaneceres rosados y violetas, y los crepúsculos violentamente naranjas y misteriosamente púrpuras, y también de la luna de Octubre, que siempre es la más hermosa.
Cuando yo era niña, el otoño era la época del regreso a clases, del Día de Muertos, del Día de la Raza y del Aniversario de la Revolución. Ahora, no parece sino un triste anticipo de la temporada navideña, donde tenemos el (dudoso) privilegio de ver, con casi 3 meses de anticipación, los decorados navideños que, aunque son muy bonitos, como que diluyen el hechizo y el placer del otoño, tiempo de brujas, de muertos y de magia.
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